jueves, 9 de agosto de 2012

DOS MIL NUEVE

Me gustan las últimas tardes de invierno, cuando el sol se resiste a marcharse y deleita la vida con su agradable calor. El tiempo parece transcurrir más despacio. Mientras yo observo la lechuza descansando en la rama de un árbol, alguien agoniza en su lecho custodiado por múltiples estampas de santos; un niño viene al mundo en un lugar desolado por la pobreza; un pianista interpreta una alegre partitura en un café parisino y una anciana sueña con volver a ser la niña que jugaba sólo con piedras. Una pareja se besa, mi padre frunce el ceño intentando arreglar un cortacésped, mi amiga se mira al espejo mientras se cepilla los dientes y un desconocido se asoma al escaparate de un sexshop.

Dos perros gruñen por el bocadillo que un niño les arrojó desde el balcón de su casa. Una mujer riega los geranios del suyo, y dos hombres intercambian ingeniosos insultos después de un banal accidente automovilístico. Otro que por allí pasa en ese momento, sonríe mientras sostiene una inmensa torre de chatarra que transporta en un carrillo de mano.

Alguien llora y se lamenta. Se siente solo, cuando hay alguien que está realmente solo. Alguien celebra un triunfo. Salta, corre y parece volar en cada zancada.
Un hombre ansía llegar lejos, ambiciona ser poderoso, mientras otro se conforma con llevar a sus hijos a las atracciones del parque. Al final todo es como ese tiovivo del parque... La ilusión gira en torno a un mundo de fantasía creado por nosotros mismos.

No me cuesta nada imaginar lo que estará haciendo el resto del mundo, sin embargo, creo que nunca acierto cuando pienso qué podrías estar haciendo tú. Te imagino trabajando, atento como siempre sin perder el hilo de lo que estás haciendo. Te imagino escribiendo, porque me gusta (entre otras cosas) la expresión grave que adquiere tu rostro al hacerlo. Puedo imaginar que me miras y sonríes. El resto del mundo no lo sabe, pero tú y yo ya nos conocemos. Sobran presentaciones.

Incluso puedo imaginar que me besas apasionadamente, con la misma resolución y fuerza que la última vez que lo hiciste. Con la convicción de que sólo existe el presente. Sabiendo que la tierra es para nosotros y el cielo para los devotos que quieran supeditar su deseo a lo divino. Nos conformamos con pensar que somos humanos, actuamos como tales. La tentación siempre es más fuerte. Entonces me sobresalto porque alguien me habla, y me pregunta qué pienso al encontrarme en la misma actitud que la famosa estatua de Rodin y con la mirada perdida. ¿Que qué pienso...? ¡Jajajaja!

Me cuesta imaginarte en tu vida cotidiana, pero seguramente que, como el resto del mundo, también vas en chándal, te quedas dormido en el sofá y se te enfría la comida. Seguro que has soñado cosas absurdas, porque a todos nos ha pasado alguna vez. Puede que incluso te hayas derpertado sobresaltado en mitad de la noche. Estoy convencida de que en cierta ocasión, yendo por la calle a la una del mediodía, te has dejado embriagar por el olor a puchero. Seguro que has dormido la siesta mientras el aire que entraba por la ventana jugaba con la cortina. Creo que alguna vez has ayudado a tu madre a tender la ropa limpia, o te has despertado por la mañana con un agradable aroma a café, o te has caído de la bicicleta por hacer el tonto.

Me resulta más difícil imaginarte llorando sobre la almohada, o gritando porque tu equipo marcó un gol, pero puede que también lo hayas hecho alguna vez. No sé imaginarte muy enfadado, sin embargo, sí que puedo imaginarte un poquito enfadado. Esa cara me encantaría... 
Sé qué cara pones cuando duermes, pero no cuando sueñas. Muchas personas llenarán tu vida, pero dime... ¿alguien te ha escrito alguna vez?

Sólo quiero asegurarme de que tengas un buen recuerdo mio. Soy de esas personas que piensan que hay que saber apreciar la belleza de las cosas más sencillas. Eso es lo que intento transmitirte con estas líneas. Quienes no saben apreciar lo que les rodea difícilmente podrán disfrutar de ello y su vida estará llena de espacios en blanco, silencio, inmenso vacío.

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